
“Había una vez… un oso, adentro de una cueva, en el centro de una montaña inexpugnable, en la otra punta del planeta, en algún lugar del Universo…”.
Así clareaban sus pensamientos ni bien salía del mundo protector de los sueños, cada eterna mañana de su vida. Si es que se le puede llamar vida a esa sucesión interminable de acontecimientos, monótonos y clonados, con sabor a papel de diario mojado.
Esa mañana, como de costumbre; nadie lo esperaba para desayunar. Sin embargo, se levantó apurado, necesitaba fingir frente a un público inexistente que llegaba tarde al trabajo y que sólo tenía tiempo para comer un bocado al paso; todavía evocaba el beso distraído que solía darle a su mujer antes de salir corriendo.
Se vistió, estiró la colcha sobre la sábana arrugada, tomó su maletín marrón y fue al encuentro del día. Había decidido no afeitarse para no tener que mirarse al espejo.
¿Cuánto tiempo llevaba ya en su escondite? Dos o tres años, quizás. Su mujer se había llevado consigo su propia mitad social. No más fiestas, no más cenas, ni cine, ni medialunas en la costanera. Sólo quedaba en él, su parte ermitaña y oscura.
Y con ella armó su traje perfecto de hombre indiferente y solitario.
La armadura había alcanzado tal extremo de perfección, que ya nadie lo invitaba, y casi no le quedaban amigos. Hasta las mujeres huían de él como del diablo.
Llegó a la oficina más temprano que de costumbre. Rosita aún no había terminado sus tareas de limpieza, y estaba cantando bajito un tema de Serrat. Un “buenos días” distraído antes de llegar a su rincón: las sillas descansaban patas para arriba sobre los escritorios, como acróbatas de circo congelados en una foto. Por esas conexiones incomprensibles que establece la mente, la escena le evocó su propio desorden interno.
Acondicionó su espacio, haciéndolo un poco menos deprimente, con los papeles prolijamente ordenados, como a él le gustaba, y se zambulló en el mundo objetivo de la computadora.
Poco a poco, la oficina fue cobrando vida. El oso apenas si levantaba la mirada para responder algún saludo. Su estudiada apariencia de estar haciendo algo, demasiado importante para ser interrumpido por tonterías, le daba la coartada impecable para aislarse en su pequeña trinchera.
A media mañana, se levantó para ir hasta el baño y, de paso, servirse el cotidiano cafecito de la máquina que estaba en el pasillo común.
Diez minutos más tarde, al regresar a su refugio, observó que algo había cambiado en el paisaje: frente a la pantalla se erguía, con decisión, un clavel rosado que parecía desafiarlo desde su pequeño florero, improvisado con un vaso descartable.
Luego de un breve momento de incredulidad, se sentó, tratando de no llamar la atención; como si este hecho insólito fuera para él pura rutina. Miró la flor por todos sus costados como buscando datos acerca de su procedencia. No se atrevía a mirar a su alrededor. Tenía la sensación de haber sido descubierto en algo que él prefería no mostrar.
Finalmente, optó por “acordarse de que había olvidado algo en el baño”, y aprovechó el paseo para espiar disimuladamente: todos los empleados estaban atentos a sus propios escritorios. Nadie parecía haberse enterado del extraordinario suceso que acababa de acontecer en su vida.
Evocó, sin poder evitarlo, ramos ostentosos envueltos en papel metalizado, moños, perfumes, sonrisas de antaño. Había regalado muchas flores en su vida, pero era la primera vez que alguien (¿quién?) le regalaba una flor.
Trató inútilmente de volver a encerrarse en su trabajo. La desconexión que lo ponía a salvo del resto de la oficina, ya se había interrumpido en contra de su voluntad. Alguien había osado tender un puente entre su escritorio y el suyo propio. Alguien había invadido su huevo, había quebrado su frontera. Alguien estaba tratando de acercarse.
Eso era terriblemente peligroso.
A la tarde, acomodó sus cosas y, luego de un breve momento de duda, deslizó el clavel en uno de sus amplios bolsillos.
Esa noche no pudo dormir. El clavel, inocente, en su mesa de luz. Parecía bailar al compás de sus pensamientos en círculo. No lo comprendía: él jamás había dado ninguna señal de bienvenida a nadie en la oficina. Apenas recordaba los nombres de algunos de sus compañeros más cercanos.
El despertador lo sacó bruscamente de un sueño profundo, que finalmente lo había vencido al salir el sol. Esta vez, decidió afeitarse, sólo por cábala.
Llegó al trabajo unos minutos más tarde de lo habitual. Su escritorio ya no estaba vacío: una margarita de pétalos amarillos lo esperaba. Deliberadamente, se tomó tiempo para acomodarse y, como quien no quiere la cosa, miró. Nadie parecía siquiera haberse percatado de su llegada.
Nuevamente transcurrió el día sin que pudiera prestar atención a sus tareas. No podía dejar de mirar la margarita; un par de veces la acarició como para intentar algún tipo de diálogo que lo sacara del asombro.
Así se fue la semana: el miércoles, un perfumado jazmín blanco; el jueves, lo sacudió el violeta intenso de un ramito de pensamientos.
El viernes se despertó sin ayuda, con un solo pensamiento: ¿qué flor le tocaría ese día? Pero inmediatamente, desde el lugar más sombrío de su mente, nació el miedo: ¿y si no había flor ese viernes?, ¿y si nunca más hubiesen flores?
Fue entonces, cuando se descubrió a sí mismo anhelando algo con todo su ser, ese anhelo que se había fugado hacía tiempo de su vida, junto con su esposa.
En pocos días, esas flores habían cambiado toda su existencia. Su armadura de arena estaba empezando a mostrar fisuras. La casa- cueva, fría y oscura, antes único refugio, ahora le parecía insoportable. Quería salir al sol.
El miedo penetró hasta lo más profundo de su corazón: si las flores desaparecían, estaría mucho más solo que antes. Estaría solo de ilusiones, solo de sueños, solo de expectativas…
Entonces se vistió despacio con movimientos milimétricos se afeitó, se duchó y decidió desayunar para prolongar un poco el momento de la partida.
Llegó a la oficina con el pecho aprisionado y el alma sedienta. Esta vez saludó a todos, demorando el instante en que su vista se fijaría en su propio escritorio y su destino quedaría definido para siempre.
Pero su Ángel no lo había abandonado: fresca, increíblemente viva, se erguía una bellísima rosa roja. Esta vez, en un delicado florero de cristal, adecuado a su alcurnia.
El corazón lo sacó del cuerpo. Sabía que este era el mensaje final. El ahora o nunca de todas las oportunidades. Sabía que una rosa roja tiene un solo significado, un único lenguaje de poesía no expresada. Una rosa roja no era lo mismo que un jazmín o una margarita.
Una rosa roja era lo que era, sin discusión.
Apeló a su coraje, casi involuntariamente rasgó los últimos vestigios del disfraz de oso y miró en la dirección precisa en la que todo su ser lo empujaba: allí, en el otro extremo de la habitación, se encontró con la profundidad de unos ojos oscuros que respondieron a los suyos con una sonrisa.
Su hibernación había terminado: estaba llegando la primavera.