Casi no le digo lo que dije pero si no lo decía moría en mí la chance de decirlo. No sé si lo dije o si casi lo dije hacia adentro, solo para mi pensamiento.  Si fue el abrazo o el perfume de su cuello;  o tal vez el tango de Pugliese… no sé qué hice ni qué dije porque casi no lo digo pero pudo más que yo.

Decir algo en voz muy baja es peor que no decirlo. Porque si no se dice, seguro que no se escucha. Pero si se dice en voz baja existe la posibilidad de que el otro ignore las palabras  con la excusa de que no pudo oírlas. Luego la duda va a carcomer las entrañas de uno durante días enteros porque uno no sabe si fue escuchado e ignorado o si simplemente no fue oído.

Malena vuelve derrotada a su mesa solitaria, se sienta de espaldas a la pared y mira  hacia la pista vacía durante la cortina musical. Juega con los dedos sobre el mantel azul y suenan las primeras notas de “A Evaristo Carriego”, uno de sus tangos más queridos. Sin embargo esta tanda no la va a bailar… la tristeza la tiene atada a la silla.  Toma su abanico  y se cubre el rostro limpio de maquillaje decidida a no mirar a nadie. Ya casi no dice su edad, solo a unos pocos. Y aún sin decirla todos la calculan y ella sabe que si no la dice es como si la gritara al viento porque todos saben que está ocultando algo y por las dudas multiplican por tres.  No quiere ni pensarlo pero el hombre del saco negro le recuerda a alguien… tal vez por eso no pudo no decir lo que  le dijo,  transportada al tiempo en que otro saco negro la  protegía del frío.

Ya hace varias horas que no para de bailar, porque ella baila en serio  y no hace falta decirlo. Ella baila con el alma en los zapatos y los ojos cerrados.  Casi no se dice pero se murmura, que Malena nació con la milonga en la cuna. Mientras se abanica,  entre viento y viento sigue observando la pista. El hombre del saco negro ahora está bailando con una mujer joven, como él.

Casi no lo digo,  fue mi alma la que dijo. El alma que no conoce de cumpleaños. La piel se te arruga pero el corazón es implacablemente joven, como un potrillo salvaje en una jaula. ¡Cruel espejo la mirada del otro que solo mira lo que el cuerpo dice pero no ve lo que el cuerpo calla…!

Malena detiene su pensamiento porque el hombre acaba de mirarla un instante antes de un giro.

Abrazado a la rubia  delgada se va alejando y se pierde en la rueda de milongueros.  Solo un instante de violines quedó atrapado en ella. ¿Se estaría riendo de su audacia? ¿Le habría contado ya a alguien?

É l hombre del saco negro  tampoco estaba en paz. La rubia bailaba bien pero sin demasiado entusiasmo. No podía compararse a la pasión que ponía la morocha de la mesa del rincón. Que lo había sorprendido, no podía negarlo. Hasta ahora siempre fue él quien inició los “acercamientos de pista”. Que ella podía ser su madre, era bastante probable aunque todavía era una mujer muy atractiva. Estuvo a punto de comentar el episodio con sus compañeros de mesa pero por  alguna razón no lo hizo. Lo que casi les dijo no tenía nada que ver con lo que le estaba pasando por dentro. Casi les dice que la del vestido violeta se le tiró un lance; lo que no iba a decir jamás era que le había gustado.  Se había quedado mudo  y ella inmediatamente le dio la espalda para regresar a su mesa del rincón.  Ya había dado tres vueltas alrededor de la pista y la veía siempre  ocultando los ojos detrás del abanico.  Terminó la tanda sin darse cuenta  y se despidió distraído de la rubia.

“Vos me gustás”  las palabras giraban en su cabeza.

Los compañeros de mesa estaban criticando la música como de costumbre, no había grandes conversaciones entre ellos fuera de los temas habituales de “intercambio de figuritas”: a quién sacar, a quién no valía la pena, si el DJ hoy estaba o no inspirado, si hacía calor o frío en el salón y si había o no demasiada gente en la pista.

Al menos tengo que saber cómo se llama- pensó y conforme con la excusa, miró a la morocha de frente para cabecearla esta vez en la tanda de valsecitos.  Vio la sorpresa en su rostro y la rapidez con la que ella dejó el abanico sobre la mesa para luego levantarse con una tímida lentitud hasta esperarlo.

Se abrazaron sin mirarse y en silencio. Era un abrazo ya conocido, cómodo, sólido y ligero a la vez. Los pies se deslizaban  en total armonía, desplazando los cuerpos con esa naturalidad que hace que los que no bailan miren. Entre vals y vals casi le dijo algo pero como no sabía qué decirle, lo calló. Al terminar la tanda le preguntó su nombre: Malena-le dijo ella, pero sin preguntarle el suyo  ella volvió a darle la espalda antes de dirigirse a su exilio del rincón.

Ahora le parecía que ella era más joven que antes: había sentido en el abrazo a la muchacha y a la niña fundidas con la mujer. Malena.

Mientras tanto, con las mejillas calientes y los pies inertes, Malena no cabía en su silla. El delgado vestido violeta no podía darle tanto calor. La había vuelto a sacar. Le había preguntado su nombre y ella no. Tal vez no había querido  saber para no poder soñarlo, para no tener que evocar otro saco negro de nombre equivocado. Quizás no había sido tan grave decir lo que casi no dice.  Faltaba solo media hora para el final de la milonga y  tuvo el impulso de irse. Pagó la clásica agua sin gas y comenzó a sacarse los amados zapatos de taco aguja para luego calzar  sus botas de calle. Lentamente se puso el tapado y se dirigió a la puerta sin mirar hacia atrás. Saludó con un abrazo a la organizadora de la milonga y salió al frío  a buscar un taxi.

Luego de largos cinco minutos de espera lo escuchó: –¡Malena!-   un grito casi no dicho junto a su oído.  El joven de saco negro  le estaba sonriendo. – ¿Tomamos un café?

Malena dejó de sentir el frío y casi no dice que sí pero él la escuchó igual antes de que ella hablara y tomándola del hombro la llevó a caminar por esas callecitas de Buenos Aires “que tienen ese qué se yo”, ¿viste?